Aquel 2002 de crisis económica se convirtió en un mojón en la vida de los colectivos urbanos argentinos. Fue entonces cuando el fin de la convertibilidad y una devaluación que llevó la cotización del dólar de un peso a cuatro pesos detonaron los contratos de servicios públicos. Las ecuaciones económicas financieras con las que se regían se hicieron de cumplimiento imposible, dada la precariedad de la situación económica de los usuarios.
Los colectivos, que circulan según un sistema de concesión de líneas y de recorridos imperfecto –ya que no se paga canon y solo es necesario cumplir con el servicio para mantenerlo–, quedó herido ante la imposibilidad de subir las tarifas para remunerar la prestación.
Hasta aquel momento, el sistema de transporte de colectivos no recibía un solo peso de subsidios. Cierto orgullo de política pública significaba mostrar la red urbana sostenida por los usuarios. Entonces, el boleto que pagaba cada pasajero alcanzaba para solventar el costo del servicio, además de generarle rentabilidad a los dueños. De hecho, tener un colectivo y ponerlo en una empresa para trabajar era un proyecto típico de clase media, algo así como tener un taxi. Aquellas sociedades, de colectivos con cortinas y choferes dueños que se denominaban “de participación”, se terminaron. Y empezaron a formarse grandes grupos.
Pero eso no fue todo: también se perdió la sustentabilidad del sistema, al punto de que alrededor de 87 pesos de cada 100 que recauda hoy un colectivo lo paga el Estado.
El trayecto duró 21 años. De no haber necesitado subsidios se pasó en ese tiempo a un esquema en el que el pago del Estado es tan importante que, prácticamente, las unidades no podrían siquiera dar unas vueltas sin que llegue el cheque mensual. Dependencia y deterioro. Un sistema prisionero de la plata del fisco.
Ahora bien, pese a que es una de las pocas actividades indexadas, la recaudación no alcanza a cubrir los costos. Cada vez que se publica un índice mensual de inflación, se aplica un aumento de la tarifa de igual porcentaje a la cero hora del primer día del mes siguiente.
Pasaron 21 años desde que se estrenó el subsidio a los boletos de colectivos. Hoy el sistema es insostenible, se avejenta el parque automotor y se deteriora el servicio, que ni siquiera tiene elasticidad para cambiar los recorridos. De a poco, los colectivos, aquel sistema que ejemplar y que aún es el más utilizado para moverse en las grandes ciudades (por lejos, es el más usado en el área metropolitana (AMBA), ya no responde a las necesidades de nadie. Todo está expuesto en cada una de las paradas: pasajeros, gremios, Estado y empresarios se quejan. Todos están disconformes.
Algunos números ayudan e entender el problema. La progresión de la importancia de los subsidios fue creciendo hasta llegar a los valores actuales.
En 2015, cuando Cristina Kirchner dejó la presidencia de la Nación, los boletos pagados por los usuarios aportaban el 29% y el Estado, el 71% restante. Al año siguiente, con las actualizaciones que se efectivizaron en el inicio del gobierno de Mauricio Macri, se pasó a cubrir un 62% con subsidios y un 38% con recaudación. En 2017 se llegó a una relación “pico” de 67% (compensaciones) y 33% (boletos), mientras que la administración de Cambiemos terminó con una ecuación de 63% y 37%, respectivamente.
Pero claro, llegó la pandemia y los colectivos se paralizaron. Entonces, todo cambió. En aquel 2020 el Gobierno empezó a subsidiar el 87% del total del gasto. No era para menos, dado que el servicio público de pasajeros estaba quieto. Pero la pandemia aflojó, los colectivos se pusieron en marcha y todo volvió a la normalidad en las calles. Sin embargo, esa relación, de 87% aportado por el Estado y solo 13% recaudado con la SUBE, permaneció. La dependencia se hizo absoluta.
“Durante esta etapa pospandemia hubo que sostener el sistema. Ahora llega el tiempo de la eficiencia y de establecer parámetros de reparto basados en la calidad y la accesibilidad de los servicios. El sistema debe ir hacia el subsidio a la demanda en general y, en particular, a los grupos vulnerables. Eso comenzamos a hacerlo con la extensión de la SUBE a todo el país y con la aplicación del atributo social a jubilados y pensionados, beneficiarios de la Anses, excombatientes de Malvinas y trabajadoras y trabajadores domésticos”, dijo a LA NACION el ministro de Transporte, Diego Giuliano.
Sucede que en el sistema de transporte de la Argentina está subsidiada la oferta y no a la demanda. Derivar los recursos a la demanda sería un modo más eficiente de direccionarlos. Para que se entienda. Otros países le ponen el precio al boleto, el que corresponda y posiblemente con algún subsidio menor, especialmente para zonas que no son comerciales, pero donde es necesario garantizar el servicio de transporte; y es el pasajero el que recibe el dinero en su cuenta para pagar el tickets. De acuerdo con los diferentes niveles de ingresos se podría hacer el giro al usuario.
“El transporte se subsidia en todo el mundo, porque tiene un profundo sentido social. Pero tenemos que hacer hincapié en la transparencia, la calidad del servicio y la necesidad de fomentar recorridos que no son comerciales, pero si necesarios. Ahí debe llegar el subsidio”, afirma el ministro.
Más allá de esas consideraciones y como se dijo, el esquema actual no contenta a nadie. Los empresarios levantan la voz no solo por la dependencia del subsidio, sino también por el cálculo de los costos. Sucede que el subsidio, especialmente en el AMBA –un área en el que hay 18.214 colectivos de 377 líneas, que trasladan 245,3 millones de pasajeros por mes–, se calcula sobre la base de una empresa modelo que tiene 56 colectivos, a la que se le cargan todos los costos de explotación, los salarios de los trabajadores y las amortizaciones. Con el caso de esa empresa se generan así algunos indicadores, en base a los cuales se hace después la liquidación de las compensaciones a los empresarios.
“Para nosotros, el sistema está al borde del default”, dice Luciano Fusaro, presidente de la Asociación Argentina de Empresarios del Transporte Automotor (Aaeta), una de las cámaras que nuclean a los dueños de los colectivos. Se refiere a la ecuación que está vigente y que tiene los costos calculados a noviembre del año pasado. Así, por caso, esa empresa simulada “paga” por cada neumático 94.338 pesos, cuando en el mercado real el valor es de 145.250 pesos (a ambas cifras hay que sumarle el IVA).
Según ese mismo esquema, por el gasto en gasoil se reconocen $226 por litro, cuando en los surtidores cotiza a $264, aproximadamente. Y el valor de un colectivo nuevo, necesario para determinar la amortización que también está en la ecuación de costos, tiene un precio reconocido de 21,7 millones de pesos cuando, en realidad, en las concesionarias cotiza a alrededor de 61 millones de pesos.
“Lo que sucede es que el costo del sistema, que significa cuánto se necesita para mover esos 18.000 colectivos, está congelado al año pasado. Con un ritmo de inflación de casi 10% mensual, y en tanto no haya una recomposición automática del subsidio, todo se torna insostenible”, dijo Fusaro.
Cuando se hace la cuenta, dice otro transportista del interior que también tiene alguna línea metropolitana, se ponen costos que no son reales, que están desactualizados. “Es imposible sostener el servicio. Si esto fuese una actividad privada, cuando tenés estos problemas podés reducir tu actividad y te acomodás a los ingresos. Nosotros no podemos bajar servicios y tampoco podemos fijar un precio mayor, porque lo fija el Estado. Es una actividad que está encerrada y no puede hacer nada. Sería tremendo que pare un sistema que mueve 11 millones de pasajeros por día”, agregó.
Los transportistas dicen que, además, hay retraso en los plazos para cobrar los subsidios. En el Ministerio, sin embargo, no coinciden con esa apreciación. “Es verdad que hay una desactualización de la manera en que se calculan los subsidios y estamos trabajando para mejorar esos números; pero atraso no hay”, dijo un hombre que conoce la política y los números del Ministerio.
De acuerdo a los datos que surgen del Índice Bondi, que calcula la Aaeta, el boleto de colectivo tiene un precio promedio sin IVA de $28,79 –después de descontar todo lo que implica la aplicación de la tarifa social o de las rebajas por viajes múltiples–, mientras que el costo real del boleto es de $315. De ese monto, el Estado reconoce $173 y, tomando en cuenta lo recaudado por el boleto, se estima entonces una pérdida de $113.
Esa diferencia es la que lleva al extremo a los 18.000 colectivos metropolitanos. Una de las muestras más claras del deterioro está en el nivel de renovación que tiene el parque automotor. El dueño de una empresa que circula por zona sur contó que, más o menos y en promedio, deberían renovarse alrededor de 150 unidades.
“En lo que va del año solo se patentaron 400 unidades, aproximadamente. Desde junio del año pasado, cuando la inflación tomó otra velocidad, ese ritmo de compra de vehículos nuevos se ralentizó, para bajar a menos de la mitad que antes. “Que haya coches más viejos significa mayor costo de mantención y menos horas en la calle, ya que pasan mucho más tiempo en el taller”, reforzó Fusaro.
“Lo que nosotros queremos es tarifas, no dinero del Estado que te da un montón de plata, tarde y mal, que no le sirve a nadie. Queremos volver al sistema anterior a 2001; en estas condiciones no vemos una salida. No nos olvidemos de que el sistema atravesó la hiperinflación del 89, la del 91, y no recibíamos subsidios. Le repito: no vemos una salida”, agregó el transportista.
Por lo pronto, mañana vence una conciliación obligatoria que dictó Kelly Olmos, la ministra de Trabajo. Sucede que los gremios, devotos el año pasado de Sergio Massa, le creyeron al ministro de Economía cuando dijo que la inflación de 2023 sería de 60% y, entonces, arreglaron con el Gobierno –los transportistas perdieron ya hace años la capacidad de negociar salarios, por los efectos de la tarifa congelada– una suba de 30% para el primer semestre.
Los jefes sindicales de la UTA no saben cómo contener a las bases de trabajadores, ahora que la suba salarial quedó en un nivel que es la mitad de la inflación. Aquellos feligreses massistas, ya alejados del culto, anunciaron un paro de actividades a partir de la cero hora de pasado mañana, martes. Irremediablemente llegan épocas de conflictividad o un cheque ampliado del Gobierno. No hay forma de destrabar el conflicto si no es con plata. El tema es quién aporta y cuándo.
En el interior, los problemas son parecidos, pero no iguales. “En el interior del país, transitamos de la eliminación del aporte hecho en 2018 a la recuperación de esa asistencia, la creación de una comisión de análisis y reparto del subsidio integrado por todas las provincias, la obligatoriedad de la adhesión a la SUBE, la obligación de las provincias de aportar lo mismo que el Estado nacional y la fijación de un monto de subsidio por parte de la ley nacional de presupuesto, votada por el Congreso”, dijo Giuliano.
En sus oficinas se trabaja en un proyecto junto con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) para proponer una política nacional de movilidad urbana sostenible Primero se elaborará un documento que resuma la situación actual y proponga una reforma, para después someterlo a consultas y, finalmente, presentar propuestas.
Sea cual fuere el camino, algo hay que hacer. El sistema de colectivos urbanos se ha vuelto incontrolable. Durante años, los 18.000 colectivos metropolitanos que lo constituyen en el segundo más grande del mundo, solo detrás de alguno de China, se alimentó a subsidios. Con el tiempo, se hizo adicto. Ahora, más allá de la cantidad de ceros que tiene el cheque mensual, eso no alcanza para llegar a fin de mes. Y deja descontentos a todos.
Fuente: La Nación